lunes, 27 de diciembre de 2010

Rudolph, El Reno de la Nariz Roja

Nota Previa: Esta entrada es continuación de otra titulada Niños, hay una sorpresa debajo del árbol... Quizás, antes de leer esta,  deberías de leer la anterior (hazlo pulsando aquí).

Mr. Claus


Crónica de una mañana de Navidad: 26 de Diciembre a las 13:00 hrs.
He dormido poco y mal: tengo que reconocer que lo sucedido logró alterar mis nervios y el resto de la noche lo he pasado metido en la cama pero sin lograr conciliar apenas el sueño. Tan sólo durante quince o veinte minutos, a eso de las siete de la mañana, mis párpados cayeron vencidos por la fatiga.

Ya después, aunque despierto, no tenía el valor suficiente para levantarme e ir al comedor. Eran las ocho y cuarto cuando los niños empezaron a cuchichear entre ellos. Al poco los oí corretear por el pasillo, camino del comedor. En contra de lo que cabía esperar, sus exclamaciones no fueron distintas de las que habíamos escuchado en años anteriores, en un día como hoy, con los regalos de Santa Claus en el salón: los niños hablaban entre si nerviosos, pero contentos. y se les oía romper papel de regalo. También se escuchó la voz mecánica de una muñeca: "¿Quieres jugar conmigo?". Decidí levantarme y ver qué ocurría allí.

Nada. No ocurría nada distinto de lo que, por el sonido, cabría imaginar. El árbol, aquel árbol donde dejé agonizando a aquel pobre desgraciado, no tenía nada extraño debajo... algunos regalos sin abrir, papel de regalo arrugado y.... nada más. No había rastro del gordo vestido de rojo. Ni de su estúpido reno.

Respiré alividado. ¿Habría sido todo una terrible pesadilla? Quizás el exceso de comida y de bebida me habia provocado esa terrible y cruel ensoñación. Sí, sin duda fue eso. Cuando quedé convencido de mi explicación, en ese justo momento, el día amaneció realmente para mi: cambió la luz, las risas y los juegos de los niños comenzaron a ser el más dulce de los sonidos, me gustaba escuchar los villancicos que sonaban de fondo y... me sentí feliz. Feliz y alividado.

Los niños comenzaron a mostrarme los juguetes que Santa Claus les había traído. Fui al trastero a por unas pilas y un destornillador, para montar el Garaje Hot Wheels del pequeño. Al volver, mi hija me esperaba con un paquete en la mano:

- Mira, papi, Santa Claus también ha dejado un regalo para ti...

Era un pequeño paquete, de unos veinte centímetros de largo por nueve de ancho, más pesado de lo que podía esperarse por sus dimensiones. Rompí el papel de regalo sin reparar demasiado en él. Reconocí el contenido en cuanto empezó a quedar liberado del papel que lo envolvía. Sin embargo, leí la etiqueta para asegurarme: "25 Cartuchos - Calibre 9 mm. (largo) para pistola automática - 25 Automatic Cartridge Pistol". Era una caja de munición para mi Llama 380 automática de 9 milímetros, esa que me habían echado los Reyes Magos el año pasado y que, en ese maldito sueño de la noche pasada, yo había usado contra el intruso del salón. Un sudor frío empezó a recorrer mi espalda... un sudor que se transformó en un profundo malestar cuando me fijé en el papel que envolvía la caja de munición. Era un papel blanco, con unos dibujos estampado en un rojo muy brillante. Los dibujos, no me cabía duda, eran huellas de la pezuña de un animal, estampadas de modo asimétrico... en rojo, sobre un fondo blanco. Eran marcas de pezuña de reno. El gordo vestido de rojo y el estúpido animal que le acompañaba me estaban mandando una señal, un aviso...

De fondo, sonaba una alegre música navideña... era Rudolph The Red-Nosed Reindeer. Aquel sonido retumbaba en mis oídos como la más burlona y malvadas de las risas. Notaba la sangre bullir impetuosa por las venas y los capilares de mi cabeza, intentando reventar mis sienes. Presentía que, en unos instantes, mi cabeza iba a explotar. Cogí la caja de munición que me había traído Santa Claus, acto seguido fui a la mesita de noche a por la pistola que me habían regalado los Reyes Magos y, con ambas cosas... me dirigí al cuarto de baño. Cerré la puerta tras de mi y eché el pestillo.

Sonó un disparo... mi presentimiento se había cumplido.

Fotografía: Mr. Santa

domingo, 26 de diciembre de 2010

niños, hay una sorpresa debajo del árbol...

Navidad Hortera

Crónica de urgencia de un 25 de Diciembre a las 4:13 A.M.

Estaba recién acostado, después de la cena de Nochebuena. Ya casi vencido por el sueño, un ruido extraño me ha hecho saltar de la cama... Instintivamente he buscado en la mesita de noche la "Llama 380 automática" de 9 milímetros que me echaron los Reyes Magos el año pasado. He salido  con ella al pasillo, descalzo, sin ropa, aún medio adormilado... de pronto una sombra se ha movido rápidamente entre los sillones del comedor y he disparado... una... dos... tres veces...

Ahora hay un tipo gordo, con un extraño atuendo rojo y blanco, desangrándose junto a mi árbol de Navidad... y un reno tembloroso permanece junto al él, lamiendo su barba blanca...

Debería llamar al 091, pero no son horas:  la casa se llenaría de policía, el juez vendría para el levantamiento del cadáver, luego los de la funeraria, me llevarían a comisaría a prestar declaración, la protectora de animales se personaría para retirar al reno, tendría que dar un montón de explicaciones  convincentes y firmar muchos papeles... No, mejor dejarlo todo tal cual. Ir a la cama y... mañana será otro día. De todos modos no creo que este pobre gordo dure mucho.

El único inconveniente es que... "la sorpresa" que ahora hay debajo del árbol de Navidad no es la que mis hijos esperan encontrar cuando, esos dos diablillos, se despierten ilusionados al amanecer... Eso es seguro.

Fotografía: Navidad Hortera
Autor: Landahlauts

lunes, 15 de noviembre de 2010

mudanza

Llevaba muchos años viviendo en la misma calle. No le gustaba, se le antojaba triste y oscura. Además, sus vecinos eran entrometidos e insolentes.

Callejón del Virgo


Y un buen día, decidió cambiar. Cogió sus cosas y se trasladó.




No sabe si es por la situación, por la orientación, por los nuevos vecinos... El caso es que, ahora, es feliz y duerme mucho mejor por la noche.


Foto -1-: Callejón del Virgo
Foto -2-: Gozo

Autor: Landahlauts

jueves, 4 de noviembre de 2010

crónica de una muerte anunciada

En condiciones normales, a estas alturas de año la producción tendría que estar situada en niveles máximos. Las cadenas de montaje y ensamblado deberían estar funcionando de día y  de noche en tres turnos continuados de ocho horas cada uno, durante siete días a la semana. Los pedidos deberían de amontonarse, uno tras otro,  en espera de ser preparados, facturados y enviados. Así sin parar, hasta finales de diciembre

Y, aunque las previsiones eran desde principios de año poco halagüeñas, por su cabeza jamás pudo pasar que llegaran a ser tan, tan negativas. Quizás por eso no ha reaccionado nada bien. Desde hace un mes, más o menos, Nicolás empezó a mostrar un caracter agrio, se negaba a levantarse de la cama por las mañanas, dormía hasta las dos de la tarde... y cuando hacía, dedicaba el tiempo a beber vodka hasta desfallecer. Pero lo peor estaba aún por llegar: hace tres semanas sus asesores le indicaron la conveniencia de no contratar personal eventual y deshacerse de buena parte de la plantilla: "al menos, un cincuenta por ciento" le dijeron. El día en que comunicó la reestructuración a Rodolfo, buen amigo (hasta entonces) y presidente del comité de empresa, se armó un follón terrible. Las voces se podían oir hasta en los almacenes, se faltaron al respeto y, hay quien dice, que llegaron a las manos. A raíz de aquello no ha sido raro verlo solo, deambulando borracho por la fábrica, cubierto de suciedad y apestando a vómitos y orines, mietras trataba de "mantener una conversación" de contenido filosófico con un descomunal oso de peluche.

Hace una semana su hija aprovechó el malestar reinante: tomó el poder del emporio y la dirección del Consejo de Administración. Entre las primeras medidas tomadas por el nuevo Consejo se encontraban la de confirmar a los sindicatos el Expediente de Regulación de Empleo y... el envío de un burofax. El destinatario de aquel burofax no era otro que su propio padre, el fundador de la compañía,  en él se le informaba de que su vinculación laboral con la empresa cesaba de forma inmediata "por su bajo rendimiento, así como por las reiteradas e injustificadas faltas de asistencia al trabajo". Aseguraban que "su actitud negativa les había forzado a tomar la determinación irrevocable de despedirlo, no sin agradecerle los servicios prestados", y ofreciéndole un finiquito liquidación de 8.253'63 euros en concepto de indemnización máxima, a razón de 45 días por año trabajado, junto con 788'07 euros netos "en concepto de liquidación, saldo, finiquito y nómina".

Coincidiendo con el despido de Nicolás, Rodolfo pasaba a tener un cargo de confianza como adjunto a la gerencia: jamás volvería a verse dirigiendo su pequeño departamento, de siete subordinados, con los  que atendía las labores de reparto por esos mundos de dios... Dasher pasaba a ocupar el puesto que, hasta este momento, había ostentado Rodolfo.

Hoy no lo habían visto durante todo el día. Nadie sabía de él y, lo que es peor, a nadie echaba de menos su ausencia, ni siquiera su esposa (se hacian conjeturas sobre una posible ruptura de la pareja, y así lo había publicado algún tabloide inglés). Y, esta tarde, uno de los vigilantes lo encontró en los bloques de pisos abandonados, esos que eran el hogar de muchos de los trabajadores despedidos y que ahora se encontraban deshabitados. "Hay un vagabundo aquí, en el bloque C. Está muerto, colgado de una cuerda"

Santa Claus e' morto

A pesar del terrible suceso, el suicido de Nicolás, la actividad en la factoría no se ha visto seriamente afectada. Por parte del Consejo de Administración, se han mandado unas flores al tanatorio y un telegrama de pésame a la Sra. de Claus, ahora viuda de Claus. Su hija no ha querido hacer declaraciones, aunque fuentes cercanas a su secretaría particular aseguran que no será ella la persona designada por el consejo de administración para representar a la compañía en las honras fúnebres.

La actividad sigue en la gigantesca factoría de juguetes fundada por Santa Claus y situada en la Laponia Finlandesa. A pesar de la crisis y a pesar de la muerte del Sr. Claus....


viernes, 8 de octubre de 2010

remembranza

El árbol del arroyo

Una vez morí. Fue de pequeño, al salir de clase. Mi colegio olía a nuevo, lo habían construido en la vega y tenía nombre de emperatriz (porque mi ciudad "dió a Francia su última Emperatriz").

Yo no nunca fui travieso, era más bien un repelente niño aplicado, pero aquel camino hasta casa invitaba a la aventura. Discurría entre frutales, acequias, sembrados de soja, un viejo molino abandonado y una vía del tren que supuestamente, debíamos cruzar por un túnel peatonal. Aquella vía estaba prohibida, y más aún desde que el TER Sevilla-Granada arrolló a Manuel, un compañero del cole. Quizás por esa prohibición y por lo ocurrido, a todos nos encantaba cruzar por allí. Siempre que lo hacíamos cumplíamos una curiosa ceremonia: la de mear en las vías. Eso si, tenía su procedimiento: había que hacerlo justo entre los dos raíles y dando la espalda al sentido del TER Sevilla-Granada. Era una mezcla de venganza y desprecio por lo que aquel maldito cabrón había hecho a Manuel.

Un día, al salir de clase, visité el molino abandonado, mi lugar favorito. Era octubre y el gigantesco nogal del patio exhibía arrogante sus frutos. Solté la cartera en el suelo y trepé por su tronco. Poco a poco fui llenando mis bolsillos de nueces. Estaba a punto de bajar cuando, al poner el pie en una rama, inexplicablemente resbalé y caí desde arriba.

Cuando abrí los ojos estaba en el suelo, bajo el nogal, tumbado junto a la cartera con una postura extraña. La luz era distinta, y el sol había cambiado de posición. A vosotros os lo puedo decir: creo que aquel nogal me había castigado por robar sus nueces. Al llegar a casa tuve que dar alguna explicación por mi retraso y la ropa sucia. Mentí.

Borré lo sucedido de mi memoria, hasta hace unos pocos años.  Ese día  el recuerdo brotó al ver un nogal, en otro lugar, a muchos kilómetros de mi colegio. Me acerqué y le dije, en voz baja: "hace tiempo conocí a uno como tú, un hijoputa que quiso acabar conmigo". Busqué mis llaves y, con la punta, escribí sobre el tronco de aquel  nogal: "yo morí, una vez... pero aquí sigo"

Música recomendada: Bad Boy - Alexandra Burke

Fotografía: El árbol del Arroyo
Autor: Landahlauts

viernes, 2 de julio de 2010

incoming call

Puede salir el sol...


Ayer tarde sonó el teléfono. Miré el número. Lo reconocí. Dudé...
Seguía sonando. Acabé descolgando. ¿Sí?
Y allí estaba: era el pasado...


Fotografía: Puede salir el sol
Autor: Landahlauts

martes, 15 de junio de 2010

una vida en común

Buenos días...

Un buen día decidieron que habían llegado al final de su vida en común:  su  relación estaba muerta y no daba más de sí. Había que enterrar  los despojos antes de que el hedor se volviera insoportable.

Cuando ella se lo propuso, él la miró con un brillo nuevo en los ojos. Dijo que le parecía bien.  Últimamente jamás coincidían en algo, por insignificante que fuera. Últimamente cualquier conversación acababa  en  discusión.

Además de decidir que habían tenido suficiente, también repartieron civilizadamente las cosas que habían adquirido durante el tiempo de vida en común.

Una cámara de vídeo estropeada para él.

Un portátil anticuado para ella.

No había más.

¿Las fotos?... no las quiso nadie... acabaron en la basura.


Fotografía: Buenos días...
Autor: Landahlauts

lunes, 31 de mayo de 2010

la cena de Navidad y la tía Enriqueta

"... La cena de Nochebuena transcurría como era de esperar: toda la familia reunida, comiendo, bebiendo, cantando, riendo, charlando... Pero, a los postres, la tía Enriqueta comenzó a sentirse indispuesta. Sospecho que hubo algún tipo de reacción adversa entre los dos "tranxilium", los langostinos de Sanlúcar, la copa de Pedro Ximenez, los dos "Tío Pepe" fresquitos y la copita de anís dulce (ella siempre ha sido de poco comer). Como iba pasando el tiempo y no mejoraba, decidimos llamar al teléfono de urgencias, al 061. El problema fue que estaban desbordados: intoxicaciones etílicas, "tráficos", tendones rebanados entre los cortadores "amateur" de jamón...

Nos dijeron que vendrían a la mayor brevedad, pero, pasaba el tiempo y no aparecían. Y no, la tía Enriqueta no mejoró. Nos veíamos impotentes para socorrerla ya que, por nuestros excesos durante la cena, tampoco era muy recomendable coger el auto para llevarla...

El asunto acabó muy mal porque, de pronto, la tía Enriqueta abrió unos ojos como platos, un quejido hondo brotó de su garganta y dejó de respirar. Y así se quedó, la pobre: con los ojos abiertos, rígida, sentada en el sofá, y con su carita de un color cera indefinido. Comprenderás que la situación era muy violenta: ella... allí, en el sofá, junto a la mesita de los dulces navideños y los niños correteando alrededor, mientras esperaban nerviosos la llegada de Papá Noel.

A la abuelita...

Así que estuvimos un rato barajando una posible solución para el problema. Nos dimos cuenta de que nada más había que pudieramos hacer por la pobre tía Enriqueta,  y que tampoco era muy adecuado que se quedará allí... en la esquina del salón, frente al televisor. Así que optamos por sacarla fuera, al relente. Y la tumbamos con cuidado sobre la mesa del balcón, con una sabanita echada por encima, para que no amaneciera escarchada. Y la fiesta continuó.

Lo malo es que al final, con las risas y las copas, olvidamos que estaba allí. Cada uno marchó para su casa y los titos se acostaron en el dormitorio.

Esta mañana, nada más levantarme, llamé a los titos. Tardaron en coger el teléfono, tenían un resacón de caballo y estaban profundamente dormidos. Al principio, ni siquiera sabían de qué les estaba hablando. Cuando lo recordaron, soltaron nerviosos el teléfono y corrieron al balcón. Instantes después gritaban, aterrados, que la tía Enriqueta... no estaba, que había desaparecido."

Fotografía: A la abuelita...

lunes, 24 de mayo de 2010

amor certificado

Postman of love
Hoy estaba decidido. No había nada en reparto para ella: ni cartas, ni certificados, ni paquetes postales. Sin embargo, Pedro aparcó la furgoneta amarilla con letras azules y llamó a su puerta. Cuando Irene abrió, vió el rostro amable de un hombre vestido con el uniforme de Correos. Él le dijo que se llamaba Pedro, que era su cartero desde hacía más de seis años. Confesó que la amaba desde la primera vez que la vió: desde que le trajo aquella sanción de Hacienda, certificada y con acuse de recibo. También admitió que era el autor de las cartas que había estado recibiendo, de modo ininterrumpido, durante los últimos cinco años. Esas cartas sin remitente que puntualmente llegaban a su buzón. Esas cartas de amor de un extraño.

Cuando todo comenzó, Irene estuvo muy preocupada Le asustaba pensar que era el objeto del deseo de un desconocido. Podía tratarse de algún perturbado, de un desequilibrado. Había tanto loco suelto, que le inquietaba pensar que alguno hubiese puesto los ojos precisamente en ella. A pesar de todo, poco a poco, se fue acostumbrando a encontrar aquel sobre de color vainilla en su buzón. Embriagada por las palabras de aquel desconocido seductor, educado y tierno, se sentía como una quinceañera enamorada. Feliz y llena de ilusión.

Después, y siguiendo las instrucciones de Pedro, ella tuvo oportunidad de responder. "Escríbeme a la 'lista de correos', no hace falta más dirección, a nombre de Pedro Medina Suárez". Así, se completó la comunicación, desde aquel momento ambos eran destinatarios y remitentes. Cientos de cartas fueron en un sentido y en otro durante algunos años.

Y hoy, tenía a Pedro delante. Podría decirse que era un tipo corriente, como él le había advertido. No había en su apariencia nada especialmente sobresaliente, ni distinto a lo que cabía esperar en un "cuarentón medio". Era la primera vez que lo veía o, al menos, la primera vez que reparaba en él. Era un extraño, no cabía duda. Sin embargo, le resultaba extrañamente cercano. Quizás porque ambos se habían mostrado sin tapujos, abriendo su corazón al otro, durante los últimos cinco años.

- Te necesito - dijo ella.

Él, no respondió. La abrazó y la besó.

Música recomendada: Please Mr. Postman - The Beatles.

Fotografía: Postman of Love
Autor: Landahlauts

domingo, 16 de mayo de 2010

la eterna sonrisa


Jamás había pasado por su cabeza, ni un solo instante, que Kent le fuera infiel. Y menos aún, que lo hiciera con la insoportable arpía de Stacey. Por eso, cuando aquel día volvió a casa antes de lo habitual, se sorprendió tanto al abrir la puerta del dormitorio. Allí estaban ellos, desnudos, en su propia cama.

Durante un largo instante, su mente se nubló y perdió la razón. Cuando la recobró, sus manos y ropas estaban ensangrentadas. A sus pies, Stacey y Kent, desnudos, yacían muertos en mitad de un enorme charco de sangre.

Perdió los papeles, sí. Pero no la sonrisa. Esa, jamás. Ni cuando se la llevaron esposada, ni en la cárcel... ni cuando escuchó al juez dictar sentencia...

Dicen los que presenciaron la ejecución, que esa sonrisa tampoco la abandonó en los instantes finales. Cuentan que su último deseo fue retocar, con exquisita parsimonia, el carmín de sus labios. A continuación los perfiló con precisión milimétrica. Una vez hubo acabado, el verdugo cubrió su carita con una bolsa de tela negra y ajustó los electrodos en su maquillada frente. Y el alcaide dio la orden.

martes, 11 de mayo de 2010

inseparables

Mirada serena

Pedro, mi marido, estaba enfermo desde hacía mucho tiempo. Era algo que no tenía remedio. En la última recaída quedó postrado en la cama. Sus ochenta y cuatro años y su enfermedad respiratoria crónica no hacían albergar muchas esperanzas a nadie. Bueno, excepto a mi.

Una tarde, cuando el sol se perdía en el horizonte, yo también me encontré mal: parecía que me iba a estallar la cabeza y estaba mareada. Eran muchos días de dormir poco, de malcomer y de estar preocupada por él.

-Tómese este ibuprofeno -me dijo Eva, la enfermera- y acuéstese en la cama, junto a él. Duerma un poco y verá como así se despierta mejor mañana. Yo, ya me marcho. Pero, si me necesitan o surge algo urgente, llámeme al móvil.

Le hice caso: tomé la pastilla con un poco de zumo y me tumbé en nuestra cama, a su lado. En el mismo lugar y con la misma persona que llevaba haciéndolo durante los últimos sesenta años.

Allí estaba él, donde cada noche. Siempre me había gustado mirarlo mientras dormía. No era ya aquel joven que conocí con dieciocho años en el pueblo, pero, seguía conservando algo de esa belleza de actor clásico de Hollywood que me encandiló. Desde que se encontraba postrado en cama, pocas veces había vuelto a ver su sonrisa: esa que normalmente se abría paso a través de su barba canosa, entre socarrona y seductora. Esa sonrisa era el mejor de sus muchos encantos.

Esta noche estaba peor, se le notaba en la cara y en su respiración: era breve y entrecortada. Una de las veces, la pausa de su respiración fue más larga de lo habitual. Preocupada, me acerqué más para ver qué le ocurría.

Al moverme, se sobresaltó, abrió los ojos y trató de incorporarse. Me miró, pero no estoy segura de que me viera.

-Luisa, ¿estás ahí? -preguntó.

-Claro, mi vida. Aquí, a tu lado -contesté

-¡Ah!, muy bien -exclamó mientras sonreía.

Y se volvió a tumbar, con su sonrisa en la cara. Lentamente cerró los ojos. Y expiró.

Lo besé en la frente y en esos labios sonrientes. Y musité un 'buenas noches'. No dije nada a la enfermera cuando abrió sigilosamente la puerta del dormitorio para despedirse.

Nada ni nadie impediría que pasáramos nuestra última noche juntos. Ni siquiera, la muerte.


(basado en un hecho real)

Fotografía: Una Mirada Serena
Autor: Landahlauts

miércoles, 5 de mayo de 2010

la pequeña Electra

Padre e hija

Desde que nació, siempre había sido la preferida de papá, su "ojito derecho". Había algo entre ellos... una especie de conexión especial padre-hija. Siempre había un rato para pasarlo bien juntos. Y se entretenían en mil cosas: jugaban, paseaban, escuchaban música...

En alguna ocasión había oído discutir a papá y mamá, en el dormitorio, con la puerta cerrada. Mamá reprochaba a papá el reparto desigual de cariño que hacía entre sus hijos. Para mamá era fácil: de su corazón no brotaba cariño alguno para nadie. Mamá sí era equilibrada en el reparto de cariño porque, sencillamente, no tenía nada que repartir.

A la pequeña Electra le importaban un bledo sus hermanos, sabía que apenas disponían de hueco en el corazón de papá. Ella era la preferida y recibía continuas pruebas de que así era. No había más que observar como cada noche papá la arropaba, le daba un beso en la frente mientras le susurraba un "que dios te bendiga, mi reina". Los hermanos se tenían que contentar con un aséptico y ceremonioso "buenas noches".

Él no lo sabía, pero ella lo quería con locura, lo idolatraba. Era su ejemplo a seguir, su dios y... su amor secreto. No busquéis un amor sucio aquí, era el amor limpio entre padres e hijos. Pero llevado al límite del amor inmenso e inabarcable.

Por eso, jamás pudo perdonarlo cuando, aquella noche que la despertó una pesadilla, se dirigió al cuarto de papá y mamá en busca del consuelo.... Allí estaba él, encima de ella, haciendo "eso". ¿Acaso no era ella su reina?... ¿por qué le susurraba sin cesar a mamá aquellos "te quiero"?

Le dolió. Su corazón de apenas nueve años se partió en mil pedazos al saberse traicionado por la persona que más quería. Ella no lo sabía aún, pero aquel corazón no volvería a tener un hueco para nadie, jamás.

Se lo tenía que hacer pagar, merecía un escarmiento. Y, no creáis que le resultó fácil, fue más doloroso para ella que para él. Pero se armó de valor y determinación, nada la detendría.

Y nada la detuvo. Aquella tarde, la última mirada de papá fue para Electra. Fue una mirada llena de pavor y de perplejidad, después notar como la pequeña... su pequeña, le empujaba por las escaleras abajo. Ella creyó ver una súplica de perdón en aquellos ojos que se sabían próximos a la muerte. Por eso, la pequeña Electra decidió que se quedaría con aquellos ojos: era su carita dulce la última que habían visto aquellas pupilas, antes de ver la faz de la muerte. Y aún conservaban la súplica de perdón por su traición.

Y... además, eran los ojos de papá. De su papá.


Padre e hija


La imagen corresponde a un valla publicitaria de Canal 13. En esa imagen está inspirado este relato.

Fotografía: Padre e hija
Autor: Landahlauts

lunes, 15 de marzo de 2010

el inicio del día

Sol entre nubes
Le gustaba levantarse antes de que saliera el sol. Podía parecer extraño hacer algo así estando de vacaciones en la playa. Y más, después de un largo año de madrugones para ir a trabajar. Pero disfrutaba haciéndolo. Conseguía así disfrutar de un par de horas sin hablar en completa soledad. No tenía que mostrarse cortés, ni educado, ni tenía estar pendiente de nadie. Y eso, le relajaba.

Había, además, otra motivación, la más importante: el mar.

El mar, la mar, ejercía sobre él una fascinación infinita, un sentimiento que podía parecer impropio de una persona nacida tierra adentro. Siempre que podía acudía a visitarlo, como el amante que roba instantes para dedicárselos a la amada.

Así, siempre que estaban cerca de la playa, se despertaba con los primeros resplandores del día. Al hacerlo sentía ese nervioso que tenía de niño cuando iba a hacer algún viaje o excursión. Se levantaba, se vestía y salía furtivamente hacia la calle. Allí, aspiraba profundamente la primera bocanada del aire fresco de la mañana.

Comenzaba de este modo un protocolo que, como si fuera una oración, repetía todas las mañanas. Era su particular manera de agradecer que estaba vivo.

Y comenzaba a correr. Y corría por la playa, avanzando con paso firme y decidido. Mientras, las olas suaves del amanecer rompían entre sus pies. Corría hasta que sentía bullir la sangre en su cuello, en sus sienes... mientras su corazón y sus pies marcaban el ritmo incensante.

A su alrededor, la vida en torno a la playa se despertababa. Los operarios del servicio de limpieza se afanaban en limpiar la playa: reponían las bolsas en los contenedores y recogían alguna que otra sombrilla rota o lata de refresco vacía que había quedado semi enterrada en la arena. Podías encontrar a alguna que otra pareja que, escondidas entre las hamacas de alquiler, desahogaban frenéticamente el deseo acumulado durante toda la noche. Estaban también los jóvenes solitarios, aquellos que habían tenido menos suerte, como aquel que, adormilado por los efectos del alcohol, yacía inmóvil sobre la arena, mientras la humedad se apoderaba de sus huesos. O aquel otro que, unos metros más allá, desahogaba su frustración pateando una papelera mientras gritaba palabras incoherentes.

Y había viejos. Muchos viejos. Alguna vez se había preguntado qué llevaba a los viejos a madrugar tanto. Aparte, claro, de su particular idea de vida sana, esa que les obligaba a caminar con cierto aire marcial por la playa y el paseo de un lado a otro. Pero, por lo demás, ¿por qué esa prisa por levantarse?. ¿Quizás pensaran que aquel podía ser el último de los días de su vida?, ¿sería ese el motivo de su interés en vivir las veinticuatro horas de aquel día de un modo intenso?

Siempre que veía a aquellos ancianos hacer deporte junto al mar, recordaba esos partidos de fútbol en que, ya en los últimos minutos, los jugadores del equipo perdedor tratan de conseguir una victoria inaccesible. Y lo hace de modo ridículo, apurando sus últimas fuerzas y corriendo detrás de un balón que ya... no alcanzarán.

Pero toda aquella gente no existía para él. Él, corría.

Correr por la playa le relajaba mucho, a pesar de que su ritmo no era para nada relajado. Y a pesar de aquella humedad que le hacía sudar de un modo muy intenso y de la arena, aquella pegajosa arena húmeda que entraba en sus zapatillas. Pero disfrutaba corriendo intensamente. Entonces, cuando ya no podía más, bajaba el ritmo hasta detenerse. Y allí mismo, se desprendía de su ropa y de sus zapatillas y se sumergía en el mar. Era una especie de rito iniciático, un rito para comenzar el día. El agua, fría casi siempre, contraía sus músculos fatigados y le daba una inequivoca sensación de estar vivo. Intensamente vivo.

Luego, al poco rato, salía del mar y se dejaba caer en la arena. Extenuado, pero feliz, resopabla con su cara pegada a la arena. Mientras tanto, los primeros rayos de sol caían sobre su cuerpo. Los primeros bañistas bajaban con sus periódicos a coger una buena ubicación en la playa. Para todos ellos comenzaba un día que él, podía decir que ya había disfrutado. Sonreía, mientras se vestía y se calzaba sus zapatillas.

Y se marchaba.

Fotografía: Sol entre nubes
Autor: Landahlauts

lunes, 8 de febrero de 2010

la viajera más triste del mundo

Soul Travelling Alone Overseas
Allí estaba ella. A diez mil kilómetros de casa: rodeada de extraños, escuchando palabras desconocidas y en el bullicio de una fiesta que no comprendía.

Ajena, perdida, absorta.

Apretada contra su pecho estaba su mochila. Allí guardaba todo lo que la unía a los suyos: su pasaporte, un billete de avión de Málaga a Narita, su teléfono móvil, el iPod con su música, sus pastillas para el mareo, los chicles de su marca favorita, su tarjeta de Japan Rail Pass. Aquella mochila era el frágil hilo que la mantenía unida a su hogar.

Y pensó que, quizás, este viaje a Andalucía no era el mejor modo de olvidar a Kimutaku. Que eran muchos kilómetros esos diez mil kilómetros. Que el corazón le seguía doliendo. Que no había dejado de pensar en él ni un solo instante. Que no era huir la solución para el desamor.

Y que, además, no se lo podía decir a nadie. Porque nadie la entendía.

Se sentía sola. Jodidamente sola.

Y le dolía el alma.




miércoles, 3 de febrero de 2010

sus tesoros

Contraluz
Bajó las cajas del armario y las abrió en mitad de la habitación. Era algo que le gustaba hacer de vez en cuando. Todas aquellas cajas contenían la memoria de su vida: libros, cartas, discos, fotografías y cientos de pequeñas cosas que, para él, eran de un valor sentimental incalculable.

Allí estaba aquel primer LP que compró con tanto esfuerzo: Learning To Crawl de The Pretenders. O la vieja edición de bolsillo de "El Viejo y el Mar" de Hemingway (¿vendría de aquellas hojas amarillentas su amor por el mar?). Dietarios llenos de adolescencia, de risas, de llantos, de esperanzas, de frustraciones...

De entre las páginas de uno de los dietarios, cayó una pequeña hoja de papel. Era una vieja servilleta de la desaparecida Cafetería Victoria, cuidadosamente doblada por la mitad. Cuando la abrió contempló la marca de carmín que unos labios habían dejado en ella. Debajo había una palabra escrita a bolígrafo con letra inequívocamente femenina: "SIEMPRE".

Sonrió. Recordó el sabor adolescente de aquellos labios, escuchó de nuevo el susurro de amor que quedó transcrito en aquella servilleta. Volvió a percibir el aroma de aquella muchacha: olía a fresas. Sintió aquellos besos suaves, infinitos, con los que ella recorría su cuello. Recordó el tacto suave de sus pechos, fetiches del deseo, erguidos de juventud y de placer. Pero... no recordó su nombre. Lo intentó una y otra vez pero, no fue capaz de recordar su nombre.

Pasaron algunos días. Las cajas continuaban en mitad de la habitación. Su contenido estaba ahora disperso y revuelto. Buscaba un indicio, una pista. Su mente se esforzaba inútilmente por ponerle nombre a la muchacha que olía a fresas. No consiguió nada, excepto obsesionarse durante todas las horas del día y de la noche, tratando de iluminar su mente. Buscando un "click" mágico que le hiciera recordar aquel nombre de mujer. Nada.

Una tarde, agotado por la angustia y la falta de sueño, fue al hipermercado. Compró unos vaqueros, media docena de camisetas, unas zapatillas de lona y una mochila. Al llegar a casa se duchó. Cuando acabó de secarse, se vistió con la ropa que había comprado. Quitó las etiquetas y dobló cuidadosamente el resto de las camisetas en la mochila.

En la habitación reinaba el caos: las caja vacías estaban a un lado, en el centro de la estancia se amontonaba todo su contenido. Aquellas cajas y su contenido habían sido, hasta hace pocos días, su tesoro más precioso. Ahora eran un lastre inútil que le asfixiaba y le obsesionaba.

Sacó un cigarrillo. Después de encender el pitillo no apagó el fósforo, lo usó para prender sus recuerdos. A los pocos minutos todo ardía y el humo comenzaba a hacer difícil el respirar.

Salió y subió al coche. Al mirar por el retrovisor: contempló como la casa ya aparecía completamente envuelta en llamas. Sabía que en el centro de aquellas llamas desaparecían esos recuerdos que se habían transformado en un insoportable lastre.

Giró la llave de contacto y arrancó. Introdujo un CD en el reproductor, comenzó a oírse "Search and Destroy", de Iggy Pop.

No había recorrido ni doscientos metros cuando percibió un seco "click" en el interior de su cabeza. Podría haber jurado que notó como la sangre comenzaba a moverse de modo más fluido y oxigenaba su cerebro. Se sentía libre.

Sonrió y, de modo casi imperceptible, murmuró algo... un nombre de mujer. Teresa.

Pero, ya no supo porqué se le había venido ese nombre de mujer a la cabeza. Tampoco le importó. Aunque le gustaba pronunciarlo en voz alta. Olía a fresas.


Fotografía: Contraluz
Autor: Landahlauts

martes, 2 de febrero de 2010

la calle donde vivo

Aliatar

Me gusta mi calle. Viviendo aquí me siento feliz.

En mi calle puedo contemplar el lento transcurrir de los días, las salidas y las entradas de mis convecinos, el paso de la gente y sus prisas, puedo percibir sus olores, escuchar sus sonidos...

Esta es una calle céntrica, peatonal. En ella hay boutiques lujosas que venden las creaciones de conocidísimos modistos nacionales y extranjeros, con dependientas exuberantes que atienden con una medida indiferencia. También hay una enorme tienda de Zara que ocupa una manzana entera. Es una tienda concurridísima. En sus estanterías se acumula montones de trapitos que la gente desordena. Mientras, las vendedoras, con actitud indolente, tratan de doblarlos y organizarlos una y otra vez. En las cajas se forman colas interminables de jovencitas preadolescentes que esperan su turno para pagar camisas, tops o faldas de última moda y de dudoso gusto. Mientras aguardan, miran con un reojo maleducado la compra de chicas cercanas. Viéndolas siempre recuerdo esa mirada inquisitorial y descarada de la policía en las aduanas. Indiferentes, ellas esperan hasta que es su turno para pagar. Al salir, como una continuación del ritual, dirigirán sus pasos al cercano McDonalds donde comerán con desgana medio menú infantil con Coca-Cola Light, mientras charlotean alegremente con sus amigas.

Cuando las contemplo, todas iguales, todas vestidas con su moda uniformada pienso en una de esas paradojas que nos da la vida. Aquella uniformidad en el vestuario, tan deseada por los regímenes comunistas, la hemos conseguido aquí gracias a una multinacional en la Europa del siglo XXI. Y, además, con trapitos hechos por orientales en condiciones de semiesclavitud. Acojonante.

En las inmediaciones de mi calle también se encuentran delegaciones comerciales de grandes empresas, algunas de las sedes de consejerías y de ministerios, muchas oficinas bancarias y el Palacio de Justicia.

No hace mucho tiempo que vivo aquí, un par de años, todo lo más. Sin embargo, a veces tengo la sensación de que este ha sido mi hogar siempre, de hecho, no guardo demasiados recuerdos de mi anterior domicilio. Tampoco es que ello me preocupe demasiado. Sí recuerdo, por ejemplo, que no disfrutaba de un ventanal tan amplio como el que tengo aquí. Y, es que, no sé si os lo he dicho: el principal atractivo que tiene mi hogar es el ventanal, fue algo que me deslumbró al llegar. Es un enorme ventanal que, a modo de pantalla de televisión, me muestra el mundo en directo para mí. Gracias a él no me pierdo detalle alguno de la vida que transcurre en mi entorno, hurgo en las vidas de mis vecinos con total impunidad, desde la comodidad de casa.

La jornada en mi calle comienza pronto. Horas antes de amanecer mi calle es barrida y regada con empeño y dedicación. Los trabajadores del servicio de limpieza se afanan en que todo quede limpio como la patena. Mientras ellos trabajan, y precedidos de cantos y voces, puede aparecer algún que otro grupo de muchachos que vuelven de cerrar algún pub de moda con muchas copas de más. El resto de los sonidos del amanecer lo ponen los vencejos con su ruido estridente, y el tráfico. La avenida cercana comienza a esas horas a cubrirse de coches y autobuses, tantos, que resultará difícil volver a ver el asfalto hasta que no finalice el día. La calle huele a esas horas a limpio, a zotal y al aire fresco del amanecer.

Poco a poco, comienzan a verse las personas que acuden al trabajo. Se mezclan así los funcionarios, con los empleados de banca y con los ejecutivos. Todos llevan prisa, todos cruzan la calle y entran o salen del bar apresurados. Algunos de ellos, encogidos, tratan de cruzarse el cuello del traje sobre el pecho para evitar que el frío siga traspasando el lino de su elegante Hugo Boss de entretiempo. Ahora la mañana huele a colonia cara, a perfume francés, a mantequilla tibia y a café recién hecho de la Cafetería Gibalto. De vez en cuando, también se puede notar el olor de algún cigarrillo que alguien apura con avidez mientras tose de modo estridente. En su pensamiento estará la idea de que debería de dejar de fumar, un pensamiento animado por la tos, aunque carente de convencimiento.

Un poco más tarde, comienza a desfilar una segunda tanda de personas. Corresponde con las dependientas de las tiendas pequeñas y de Zara. Suelen ser chicas en su mayoría. Arregladas, risueñas, jóvenes y coquetas. Oliendo a esas detestables fragancias en las que predomina el olor a sandía.

Lentamente las tiendas van cobrando vida. Las persianas de los negocios suben mientras chirrían rítmicamente. Se encienden los televisores, comienza a sonar la música de las tiendas y las luces de los escaparates iluminan los restos de temporada.

Entonces, y sólo entonces comienzan a transitar el público, los que serán clientes de todos esos locales. Aquellos para los que aquel circo se monta y cobra vida cada mañana, inundan ahora la calle. A partir de ahora, los olores se mezclan y se confunden. A los ya existentes se incorporan algunos nuevos, como el olor a calamares fritos del Sótano H, el del escape de los autobuses de la avenida, el olor nauseabundo del McDonalds de Plaza Nueva. Otros olores son irreconocibles por mí, e indescriptibles.

Frente a mi hogar hay un bufete de abogados, en el segundo izquierda. En él trabajaba una chica, Vanessa, una pasante recién licenciada de la que yo estoy profundamente enamorado. Es una mujer de apariencia dulce y agradable, con unas gafas que enmarcan unos ojos preciosos, una mirada sincera y una sonrisa encantadora. No sé si conoce mis sentimientos por ella. En realidad, jamás hemos cruzado una palabra, todo lo más una mirada y siempre fruto del azar. No parece mujer de muchas palabras, yo diría que es algo tímida. Por la mañana siempre lleva prisa. Sube al amanecer al despacho y, al rato, baja con su maletín de piel de Ubrique y su toga cuidadosamente doblada sobre su antebrazo. Inunda la calle con su aroma embriagador e inconfundible, quizás un aroma demasiado denso y un tanto inapropiado para su edad. Es Opium, un antiguo perfume de YSL que nunca me había gustado hasta que lo olí en ella. Sus pasos se dirigirán ahora al Palacio de Justicia, que está a un par de manzanas de aquí. Luego, dependiendo del trabajo, volverá en par de horas o se irá a almorzar directamente a su casa, en este caso ya no la volveré a ver hasta las cinco. Me gustaría reunir el valor suficiente para abordarla y confesarle mis sentimientos, pero… no soy capaz. ¡¡Dios!! ¿por qué son a veces las cosas tan difíciles y complicadas?

Así comienza la mañana, cualquier mañana, en mi calle. Así transcurre su vida, y la mía con ella. Varían los detalles: los escaparates van cambiando de decoración, algunas caras que dejan de verse por las vacaciones, cambia la luz por el paso de las estaciones... Y yo soy espectador de todo. Nadie, ninguno de mis convecinos, es consciente de que conozco mucho de sus vidas y de sus costumbres. Podría anticipar la hora a la que D. Antonio Quesada, director de la Caja Rural, saldrá a tomarse el primer carajillo (luego vendrán más). O la hora a la que D. Luis Aliseda, uno de los abogados del despacho donde trabaja Vanessa, bajará a tomar su media de tomate y aceite de oliva con un café con leche (largo de café). Esa media que, la mayoría de los días, deja una huella indeleble en su fea corbata de seda.

Ellos son, sin saberlo, los actores de un teatro que todos los días tiene una función única, con un solo espectador en la sala. A veces, me gustaría tener algún tipo de contacto con ellos, aunque fuera algo meramente cortés. Disfrutaría conversando con los barrenderos, riéndome con las bromas de las dependientas de Zara (fuera de la tienda actúan más relajadas), tomándome un café con D. Luis o un carajillo con D. Antonio... pero, sobre todo, disfrutaría hablando con mi pasante, con Vanessa. Así le confesaría mis sentimientos hacia ella. Pero, no puedo. Hablar es un privilegio del que los maniquíes no disfrutamos.

Fotografía: Aliatar
Autor: Landahlauts