lunes, 8 de febrero de 2010

la viajera más triste del mundo

Soul Travelling Alone Overseas
Allí estaba ella. A diez mil kilómetros de casa: rodeada de extraños, escuchando palabras desconocidas y en el bullicio de una fiesta que no comprendía.

Ajena, perdida, absorta.

Apretada contra su pecho estaba su mochila. Allí guardaba todo lo que la unía a los suyos: su pasaporte, un billete de avión de Málaga a Narita, su teléfono móvil, el iPod con su música, sus pastillas para el mareo, los chicles de su marca favorita, su tarjeta de Japan Rail Pass. Aquella mochila era el frágil hilo que la mantenía unida a su hogar.

Y pensó que, quizás, este viaje a Andalucía no era el mejor modo de olvidar a Kimutaku. Que eran muchos kilómetros esos diez mil kilómetros. Que el corazón le seguía doliendo. Que no había dejado de pensar en él ni un solo instante. Que no era huir la solución para el desamor.

Y que, además, no se lo podía decir a nadie. Porque nadie la entendía.

Se sentía sola. Jodidamente sola.

Y le dolía el alma.




miércoles, 3 de febrero de 2010

sus tesoros

Contraluz
Bajó las cajas del armario y las abrió en mitad de la habitación. Era algo que le gustaba hacer de vez en cuando. Todas aquellas cajas contenían la memoria de su vida: libros, cartas, discos, fotografías y cientos de pequeñas cosas que, para él, eran de un valor sentimental incalculable.

Allí estaba aquel primer LP que compró con tanto esfuerzo: Learning To Crawl de The Pretenders. O la vieja edición de bolsillo de "El Viejo y el Mar" de Hemingway (¿vendría de aquellas hojas amarillentas su amor por el mar?). Dietarios llenos de adolescencia, de risas, de llantos, de esperanzas, de frustraciones...

De entre las páginas de uno de los dietarios, cayó una pequeña hoja de papel. Era una vieja servilleta de la desaparecida Cafetería Victoria, cuidadosamente doblada por la mitad. Cuando la abrió contempló la marca de carmín que unos labios habían dejado en ella. Debajo había una palabra escrita a bolígrafo con letra inequívocamente femenina: "SIEMPRE".

Sonrió. Recordó el sabor adolescente de aquellos labios, escuchó de nuevo el susurro de amor que quedó transcrito en aquella servilleta. Volvió a percibir el aroma de aquella muchacha: olía a fresas. Sintió aquellos besos suaves, infinitos, con los que ella recorría su cuello. Recordó el tacto suave de sus pechos, fetiches del deseo, erguidos de juventud y de placer. Pero... no recordó su nombre. Lo intentó una y otra vez pero, no fue capaz de recordar su nombre.

Pasaron algunos días. Las cajas continuaban en mitad de la habitación. Su contenido estaba ahora disperso y revuelto. Buscaba un indicio, una pista. Su mente se esforzaba inútilmente por ponerle nombre a la muchacha que olía a fresas. No consiguió nada, excepto obsesionarse durante todas las horas del día y de la noche, tratando de iluminar su mente. Buscando un "click" mágico que le hiciera recordar aquel nombre de mujer. Nada.

Una tarde, agotado por la angustia y la falta de sueño, fue al hipermercado. Compró unos vaqueros, media docena de camisetas, unas zapatillas de lona y una mochila. Al llegar a casa se duchó. Cuando acabó de secarse, se vistió con la ropa que había comprado. Quitó las etiquetas y dobló cuidadosamente el resto de las camisetas en la mochila.

En la habitación reinaba el caos: las caja vacías estaban a un lado, en el centro de la estancia se amontonaba todo su contenido. Aquellas cajas y su contenido habían sido, hasta hace pocos días, su tesoro más precioso. Ahora eran un lastre inútil que le asfixiaba y le obsesionaba.

Sacó un cigarrillo. Después de encender el pitillo no apagó el fósforo, lo usó para prender sus recuerdos. A los pocos minutos todo ardía y el humo comenzaba a hacer difícil el respirar.

Salió y subió al coche. Al mirar por el retrovisor: contempló como la casa ya aparecía completamente envuelta en llamas. Sabía que en el centro de aquellas llamas desaparecían esos recuerdos que se habían transformado en un insoportable lastre.

Giró la llave de contacto y arrancó. Introdujo un CD en el reproductor, comenzó a oírse "Search and Destroy", de Iggy Pop.

No había recorrido ni doscientos metros cuando percibió un seco "click" en el interior de su cabeza. Podría haber jurado que notó como la sangre comenzaba a moverse de modo más fluido y oxigenaba su cerebro. Se sentía libre.

Sonrió y, de modo casi imperceptible, murmuró algo... un nombre de mujer. Teresa.

Pero, ya no supo porqué se le había venido ese nombre de mujer a la cabeza. Tampoco le importó. Aunque le gustaba pronunciarlo en voz alta. Olía a fresas.


Fotografía: Contraluz
Autor: Landahlauts

martes, 2 de febrero de 2010

la calle donde vivo

Aliatar

Me gusta mi calle. Viviendo aquí me siento feliz.

En mi calle puedo contemplar el lento transcurrir de los días, las salidas y las entradas de mis convecinos, el paso de la gente y sus prisas, puedo percibir sus olores, escuchar sus sonidos...

Esta es una calle céntrica, peatonal. En ella hay boutiques lujosas que venden las creaciones de conocidísimos modistos nacionales y extranjeros, con dependientas exuberantes que atienden con una medida indiferencia. También hay una enorme tienda de Zara que ocupa una manzana entera. Es una tienda concurridísima. En sus estanterías se acumula montones de trapitos que la gente desordena. Mientras, las vendedoras, con actitud indolente, tratan de doblarlos y organizarlos una y otra vez. En las cajas se forman colas interminables de jovencitas preadolescentes que esperan su turno para pagar camisas, tops o faldas de última moda y de dudoso gusto. Mientras aguardan, miran con un reojo maleducado la compra de chicas cercanas. Viéndolas siempre recuerdo esa mirada inquisitorial y descarada de la policía en las aduanas. Indiferentes, ellas esperan hasta que es su turno para pagar. Al salir, como una continuación del ritual, dirigirán sus pasos al cercano McDonalds donde comerán con desgana medio menú infantil con Coca-Cola Light, mientras charlotean alegremente con sus amigas.

Cuando las contemplo, todas iguales, todas vestidas con su moda uniformada pienso en una de esas paradojas que nos da la vida. Aquella uniformidad en el vestuario, tan deseada por los regímenes comunistas, la hemos conseguido aquí gracias a una multinacional en la Europa del siglo XXI. Y, además, con trapitos hechos por orientales en condiciones de semiesclavitud. Acojonante.

En las inmediaciones de mi calle también se encuentran delegaciones comerciales de grandes empresas, algunas de las sedes de consejerías y de ministerios, muchas oficinas bancarias y el Palacio de Justicia.

No hace mucho tiempo que vivo aquí, un par de años, todo lo más. Sin embargo, a veces tengo la sensación de que este ha sido mi hogar siempre, de hecho, no guardo demasiados recuerdos de mi anterior domicilio. Tampoco es que ello me preocupe demasiado. Sí recuerdo, por ejemplo, que no disfrutaba de un ventanal tan amplio como el que tengo aquí. Y, es que, no sé si os lo he dicho: el principal atractivo que tiene mi hogar es el ventanal, fue algo que me deslumbró al llegar. Es un enorme ventanal que, a modo de pantalla de televisión, me muestra el mundo en directo para mí. Gracias a él no me pierdo detalle alguno de la vida que transcurre en mi entorno, hurgo en las vidas de mis vecinos con total impunidad, desde la comodidad de casa.

La jornada en mi calle comienza pronto. Horas antes de amanecer mi calle es barrida y regada con empeño y dedicación. Los trabajadores del servicio de limpieza se afanan en que todo quede limpio como la patena. Mientras ellos trabajan, y precedidos de cantos y voces, puede aparecer algún que otro grupo de muchachos que vuelven de cerrar algún pub de moda con muchas copas de más. El resto de los sonidos del amanecer lo ponen los vencejos con su ruido estridente, y el tráfico. La avenida cercana comienza a esas horas a cubrirse de coches y autobuses, tantos, que resultará difícil volver a ver el asfalto hasta que no finalice el día. La calle huele a esas horas a limpio, a zotal y al aire fresco del amanecer.

Poco a poco, comienzan a verse las personas que acuden al trabajo. Se mezclan así los funcionarios, con los empleados de banca y con los ejecutivos. Todos llevan prisa, todos cruzan la calle y entran o salen del bar apresurados. Algunos de ellos, encogidos, tratan de cruzarse el cuello del traje sobre el pecho para evitar que el frío siga traspasando el lino de su elegante Hugo Boss de entretiempo. Ahora la mañana huele a colonia cara, a perfume francés, a mantequilla tibia y a café recién hecho de la Cafetería Gibalto. De vez en cuando, también se puede notar el olor de algún cigarrillo que alguien apura con avidez mientras tose de modo estridente. En su pensamiento estará la idea de que debería de dejar de fumar, un pensamiento animado por la tos, aunque carente de convencimiento.

Un poco más tarde, comienza a desfilar una segunda tanda de personas. Corresponde con las dependientas de las tiendas pequeñas y de Zara. Suelen ser chicas en su mayoría. Arregladas, risueñas, jóvenes y coquetas. Oliendo a esas detestables fragancias en las que predomina el olor a sandía.

Lentamente las tiendas van cobrando vida. Las persianas de los negocios suben mientras chirrían rítmicamente. Se encienden los televisores, comienza a sonar la música de las tiendas y las luces de los escaparates iluminan los restos de temporada.

Entonces, y sólo entonces comienzan a transitar el público, los que serán clientes de todos esos locales. Aquellos para los que aquel circo se monta y cobra vida cada mañana, inundan ahora la calle. A partir de ahora, los olores se mezclan y se confunden. A los ya existentes se incorporan algunos nuevos, como el olor a calamares fritos del Sótano H, el del escape de los autobuses de la avenida, el olor nauseabundo del McDonalds de Plaza Nueva. Otros olores son irreconocibles por mí, e indescriptibles.

Frente a mi hogar hay un bufete de abogados, en el segundo izquierda. En él trabajaba una chica, Vanessa, una pasante recién licenciada de la que yo estoy profundamente enamorado. Es una mujer de apariencia dulce y agradable, con unas gafas que enmarcan unos ojos preciosos, una mirada sincera y una sonrisa encantadora. No sé si conoce mis sentimientos por ella. En realidad, jamás hemos cruzado una palabra, todo lo más una mirada y siempre fruto del azar. No parece mujer de muchas palabras, yo diría que es algo tímida. Por la mañana siempre lleva prisa. Sube al amanecer al despacho y, al rato, baja con su maletín de piel de Ubrique y su toga cuidadosamente doblada sobre su antebrazo. Inunda la calle con su aroma embriagador e inconfundible, quizás un aroma demasiado denso y un tanto inapropiado para su edad. Es Opium, un antiguo perfume de YSL que nunca me había gustado hasta que lo olí en ella. Sus pasos se dirigirán ahora al Palacio de Justicia, que está a un par de manzanas de aquí. Luego, dependiendo del trabajo, volverá en par de horas o se irá a almorzar directamente a su casa, en este caso ya no la volveré a ver hasta las cinco. Me gustaría reunir el valor suficiente para abordarla y confesarle mis sentimientos, pero… no soy capaz. ¡¡Dios!! ¿por qué son a veces las cosas tan difíciles y complicadas?

Así comienza la mañana, cualquier mañana, en mi calle. Así transcurre su vida, y la mía con ella. Varían los detalles: los escaparates van cambiando de decoración, algunas caras que dejan de verse por las vacaciones, cambia la luz por el paso de las estaciones... Y yo soy espectador de todo. Nadie, ninguno de mis convecinos, es consciente de que conozco mucho de sus vidas y de sus costumbres. Podría anticipar la hora a la que D. Antonio Quesada, director de la Caja Rural, saldrá a tomarse el primer carajillo (luego vendrán más). O la hora a la que D. Luis Aliseda, uno de los abogados del despacho donde trabaja Vanessa, bajará a tomar su media de tomate y aceite de oliva con un café con leche (largo de café). Esa media que, la mayoría de los días, deja una huella indeleble en su fea corbata de seda.

Ellos son, sin saberlo, los actores de un teatro que todos los días tiene una función única, con un solo espectador en la sala. A veces, me gustaría tener algún tipo de contacto con ellos, aunque fuera algo meramente cortés. Disfrutaría conversando con los barrenderos, riéndome con las bromas de las dependientas de Zara (fuera de la tienda actúan más relajadas), tomándome un café con D. Luis o un carajillo con D. Antonio... pero, sobre todo, disfrutaría hablando con mi pasante, con Vanessa. Así le confesaría mis sentimientos hacia ella. Pero, no puedo. Hablar es un privilegio del que los maniquíes no disfrutamos.

Fotografía: Aliatar
Autor: Landahlauts