lunes, 31 de mayo de 2010

la cena de Navidad y la tía Enriqueta

"... La cena de Nochebuena transcurría como era de esperar: toda la familia reunida, comiendo, bebiendo, cantando, riendo, charlando... Pero, a los postres, la tía Enriqueta comenzó a sentirse indispuesta. Sospecho que hubo algún tipo de reacción adversa entre los dos "tranxilium", los langostinos de Sanlúcar, la copa de Pedro Ximenez, los dos "Tío Pepe" fresquitos y la copita de anís dulce (ella siempre ha sido de poco comer). Como iba pasando el tiempo y no mejoraba, decidimos llamar al teléfono de urgencias, al 061. El problema fue que estaban desbordados: intoxicaciones etílicas, "tráficos", tendones rebanados entre los cortadores "amateur" de jamón...

Nos dijeron que vendrían a la mayor brevedad, pero, pasaba el tiempo y no aparecían. Y no, la tía Enriqueta no mejoró. Nos veíamos impotentes para socorrerla ya que, por nuestros excesos durante la cena, tampoco era muy recomendable coger el auto para llevarla...

El asunto acabó muy mal porque, de pronto, la tía Enriqueta abrió unos ojos como platos, un quejido hondo brotó de su garganta y dejó de respirar. Y así se quedó, la pobre: con los ojos abiertos, rígida, sentada en el sofá, y con su carita de un color cera indefinido. Comprenderás que la situación era muy violenta: ella... allí, en el sofá, junto a la mesita de los dulces navideños y los niños correteando alrededor, mientras esperaban nerviosos la llegada de Papá Noel.

A la abuelita...

Así que estuvimos un rato barajando una posible solución para el problema. Nos dimos cuenta de que nada más había que pudieramos hacer por la pobre tía Enriqueta,  y que tampoco era muy adecuado que se quedará allí... en la esquina del salón, frente al televisor. Así que optamos por sacarla fuera, al relente. Y la tumbamos con cuidado sobre la mesa del balcón, con una sabanita echada por encima, para que no amaneciera escarchada. Y la fiesta continuó.

Lo malo es que al final, con las risas y las copas, olvidamos que estaba allí. Cada uno marchó para su casa y los titos se acostaron en el dormitorio.

Esta mañana, nada más levantarme, llamé a los titos. Tardaron en coger el teléfono, tenían un resacón de caballo y estaban profundamente dormidos. Al principio, ni siquiera sabían de qué les estaba hablando. Cuando lo recordaron, soltaron nerviosos el teléfono y corrieron al balcón. Instantes después gritaban, aterrados, que la tía Enriqueta... no estaba, que había desaparecido."

Fotografía: A la abuelita...

lunes, 24 de mayo de 2010

amor certificado

Postman of love
Hoy estaba decidido. No había nada en reparto para ella: ni cartas, ni certificados, ni paquetes postales. Sin embargo, Pedro aparcó la furgoneta amarilla con letras azules y llamó a su puerta. Cuando Irene abrió, vió el rostro amable de un hombre vestido con el uniforme de Correos. Él le dijo que se llamaba Pedro, que era su cartero desde hacía más de seis años. Confesó que la amaba desde la primera vez que la vió: desde que le trajo aquella sanción de Hacienda, certificada y con acuse de recibo. También admitió que era el autor de las cartas que había estado recibiendo, de modo ininterrumpido, durante los últimos cinco años. Esas cartas sin remitente que puntualmente llegaban a su buzón. Esas cartas de amor de un extraño.

Cuando todo comenzó, Irene estuvo muy preocupada Le asustaba pensar que era el objeto del deseo de un desconocido. Podía tratarse de algún perturbado, de un desequilibrado. Había tanto loco suelto, que le inquietaba pensar que alguno hubiese puesto los ojos precisamente en ella. A pesar de todo, poco a poco, se fue acostumbrando a encontrar aquel sobre de color vainilla en su buzón. Embriagada por las palabras de aquel desconocido seductor, educado y tierno, se sentía como una quinceañera enamorada. Feliz y llena de ilusión.

Después, y siguiendo las instrucciones de Pedro, ella tuvo oportunidad de responder. "Escríbeme a la 'lista de correos', no hace falta más dirección, a nombre de Pedro Medina Suárez". Así, se completó la comunicación, desde aquel momento ambos eran destinatarios y remitentes. Cientos de cartas fueron en un sentido y en otro durante algunos años.

Y hoy, tenía a Pedro delante. Podría decirse que era un tipo corriente, como él le había advertido. No había en su apariencia nada especialmente sobresaliente, ni distinto a lo que cabía esperar en un "cuarentón medio". Era la primera vez que lo veía o, al menos, la primera vez que reparaba en él. Era un extraño, no cabía duda. Sin embargo, le resultaba extrañamente cercano. Quizás porque ambos se habían mostrado sin tapujos, abriendo su corazón al otro, durante los últimos cinco años.

- Te necesito - dijo ella.

Él, no respondió. La abrazó y la besó.

Música recomendada: Please Mr. Postman - The Beatles.

Fotografía: Postman of Love
Autor: Landahlauts

domingo, 16 de mayo de 2010

la eterna sonrisa


Jamás había pasado por su cabeza, ni un solo instante, que Kent le fuera infiel. Y menos aún, que lo hiciera con la insoportable arpía de Stacey. Por eso, cuando aquel día volvió a casa antes de lo habitual, se sorprendió tanto al abrir la puerta del dormitorio. Allí estaban ellos, desnudos, en su propia cama.

Durante un largo instante, su mente se nubló y perdió la razón. Cuando la recobró, sus manos y ropas estaban ensangrentadas. A sus pies, Stacey y Kent, desnudos, yacían muertos en mitad de un enorme charco de sangre.

Perdió los papeles, sí. Pero no la sonrisa. Esa, jamás. Ni cuando se la llevaron esposada, ni en la cárcel... ni cuando escuchó al juez dictar sentencia...

Dicen los que presenciaron la ejecución, que esa sonrisa tampoco la abandonó en los instantes finales. Cuentan que su último deseo fue retocar, con exquisita parsimonia, el carmín de sus labios. A continuación los perfiló con precisión milimétrica. Una vez hubo acabado, el verdugo cubrió su carita con una bolsa de tela negra y ajustó los electrodos en su maquillada frente. Y el alcaide dio la orden.

martes, 11 de mayo de 2010

inseparables

Mirada serena

Pedro, mi marido, estaba enfermo desde hacía mucho tiempo. Era algo que no tenía remedio. En la última recaída quedó postrado en la cama. Sus ochenta y cuatro años y su enfermedad respiratoria crónica no hacían albergar muchas esperanzas a nadie. Bueno, excepto a mi.

Una tarde, cuando el sol se perdía en el horizonte, yo también me encontré mal: parecía que me iba a estallar la cabeza y estaba mareada. Eran muchos días de dormir poco, de malcomer y de estar preocupada por él.

-Tómese este ibuprofeno -me dijo Eva, la enfermera- y acuéstese en la cama, junto a él. Duerma un poco y verá como así se despierta mejor mañana. Yo, ya me marcho. Pero, si me necesitan o surge algo urgente, llámeme al móvil.

Le hice caso: tomé la pastilla con un poco de zumo y me tumbé en nuestra cama, a su lado. En el mismo lugar y con la misma persona que llevaba haciéndolo durante los últimos sesenta años.

Allí estaba él, donde cada noche. Siempre me había gustado mirarlo mientras dormía. No era ya aquel joven que conocí con dieciocho años en el pueblo, pero, seguía conservando algo de esa belleza de actor clásico de Hollywood que me encandiló. Desde que se encontraba postrado en cama, pocas veces había vuelto a ver su sonrisa: esa que normalmente se abría paso a través de su barba canosa, entre socarrona y seductora. Esa sonrisa era el mejor de sus muchos encantos.

Esta noche estaba peor, se le notaba en la cara y en su respiración: era breve y entrecortada. Una de las veces, la pausa de su respiración fue más larga de lo habitual. Preocupada, me acerqué más para ver qué le ocurría.

Al moverme, se sobresaltó, abrió los ojos y trató de incorporarse. Me miró, pero no estoy segura de que me viera.

-Luisa, ¿estás ahí? -preguntó.

-Claro, mi vida. Aquí, a tu lado -contesté

-¡Ah!, muy bien -exclamó mientras sonreía.

Y se volvió a tumbar, con su sonrisa en la cara. Lentamente cerró los ojos. Y expiró.

Lo besé en la frente y en esos labios sonrientes. Y musité un 'buenas noches'. No dije nada a la enfermera cuando abrió sigilosamente la puerta del dormitorio para despedirse.

Nada ni nadie impediría que pasáramos nuestra última noche juntos. Ni siquiera, la muerte.


(basado en un hecho real)

Fotografía: Una Mirada Serena
Autor: Landahlauts

miércoles, 5 de mayo de 2010

la pequeña Electra

Padre e hija

Desde que nació, siempre había sido la preferida de papá, su "ojito derecho". Había algo entre ellos... una especie de conexión especial padre-hija. Siempre había un rato para pasarlo bien juntos. Y se entretenían en mil cosas: jugaban, paseaban, escuchaban música...

En alguna ocasión había oído discutir a papá y mamá, en el dormitorio, con la puerta cerrada. Mamá reprochaba a papá el reparto desigual de cariño que hacía entre sus hijos. Para mamá era fácil: de su corazón no brotaba cariño alguno para nadie. Mamá sí era equilibrada en el reparto de cariño porque, sencillamente, no tenía nada que repartir.

A la pequeña Electra le importaban un bledo sus hermanos, sabía que apenas disponían de hueco en el corazón de papá. Ella era la preferida y recibía continuas pruebas de que así era. No había más que observar como cada noche papá la arropaba, le daba un beso en la frente mientras le susurraba un "que dios te bendiga, mi reina". Los hermanos se tenían que contentar con un aséptico y ceremonioso "buenas noches".

Él no lo sabía, pero ella lo quería con locura, lo idolatraba. Era su ejemplo a seguir, su dios y... su amor secreto. No busquéis un amor sucio aquí, era el amor limpio entre padres e hijos. Pero llevado al límite del amor inmenso e inabarcable.

Por eso, jamás pudo perdonarlo cuando, aquella noche que la despertó una pesadilla, se dirigió al cuarto de papá y mamá en busca del consuelo.... Allí estaba él, encima de ella, haciendo "eso". ¿Acaso no era ella su reina?... ¿por qué le susurraba sin cesar a mamá aquellos "te quiero"?

Le dolió. Su corazón de apenas nueve años se partió en mil pedazos al saberse traicionado por la persona que más quería. Ella no lo sabía aún, pero aquel corazón no volvería a tener un hueco para nadie, jamás.

Se lo tenía que hacer pagar, merecía un escarmiento. Y, no creáis que le resultó fácil, fue más doloroso para ella que para él. Pero se armó de valor y determinación, nada la detendría.

Y nada la detuvo. Aquella tarde, la última mirada de papá fue para Electra. Fue una mirada llena de pavor y de perplejidad, después notar como la pequeña... su pequeña, le empujaba por las escaleras abajo. Ella creyó ver una súplica de perdón en aquellos ojos que se sabían próximos a la muerte. Por eso, la pequeña Electra decidió que se quedaría con aquellos ojos: era su carita dulce la última que habían visto aquellas pupilas, antes de ver la faz de la muerte. Y aún conservaban la súplica de perdón por su traición.

Y... además, eran los ojos de papá. De su papá.


Padre e hija


La imagen corresponde a un valla publicitaria de Canal 13. En esa imagen está inspirado este relato.

Fotografía: Padre e hija
Autor: Landahlauts