Le gustaba levantarse antes de que saliera el sol. Podía parecer extraño hacer algo así estando de vacaciones en la playa. Y más, después de un largo año de madrugones para ir a trabajar. Pero disfrutaba haciéndolo. Conseguía así disfrutar de un par de horas sin hablar en completa soledad. No tenía que mostrarse cortés, ni educado, ni tenía estar pendiente de nadie. Y eso, le relajaba.
Había, además, otra motivación, la más importante: el mar.
El mar, la mar, ejercía sobre él una fascinación infinita, un sentimiento que podía parecer impropio de una persona nacida tierra adentro. Siempre que podía acudía a visitarlo, como el amante que roba instantes para dedicárselos a la amada.
Así, siempre que estaban cerca de la playa, se despertaba con los primeros resplandores del día. Al hacerlo sentía ese nervioso que tenía de niño cuando iba a hacer algún viaje o excursión. Se levantaba, se vestía y salía furtivamente hacia la calle. Allí, aspiraba profundamente la primera bocanada del aire fresco de la mañana.
Comenzaba de este modo un protocolo que, como si fuera una oración, repetía todas las mañanas. Era su particular manera de agradecer que estaba vivo.
Y comenzaba a correr. Y corría por la playa, avanzando con paso firme y decidido. Mientras, las olas suaves del amanecer rompían entre sus pies. Corría hasta que sentía bullir la sangre en su cuello, en sus sienes... mientras su corazón y sus pies marcaban el ritmo incensante.
A su alrededor, la vida en torno a la playa se despertababa. Los operarios del servicio de limpieza se afanaban en limpiar la playa: reponían las bolsas en los contenedores y recogían alguna que otra sombrilla rota o lata de refresco vacía que había quedado semi enterrada en la arena. Podías encontrar a alguna que otra pareja que, escondidas entre las hamacas de alquiler, desahogaban frenéticamente el deseo acumulado durante toda la noche. Estaban también los jóvenes solitarios, aquellos que habían tenido menos suerte, como aquel que, adormilado por los efectos del alcohol, yacía inmóvil sobre la arena, mientras la humedad se apoderaba de sus huesos. O aquel otro que, unos metros más allá, desahogaba su frustración pateando una papelera mientras gritaba palabras incoherentes.
Y había viejos. Muchos viejos. Alguna vez se había preguntado qué llevaba a los viejos a madrugar tanto. Aparte, claro, de su particular idea de vida sana, esa que les obligaba a caminar con cierto aire marcial por la playa y el paseo de un lado a otro. Pero, por lo demás, ¿por qué esa prisa por levantarse?. ¿Quizás pensaran que aquel podía ser el último de los días de su vida?, ¿sería ese el motivo de su interés en vivir las veinticuatro horas de aquel día de un modo intenso?
Siempre que veía a aquellos ancianos hacer deporte junto al mar, recordaba esos partidos de fútbol en que, ya en los últimos minutos, los jugadores del equipo perdedor tratan de conseguir una victoria inaccesible. Y lo hace de modo ridículo, apurando sus últimas fuerzas y corriendo detrás de un balón que ya... no alcanzarán.
Pero toda aquella gente no existía para él. Él, corría.
Correr por la playa le relajaba mucho, a pesar de que su ritmo no era para nada relajado. Y a pesar de aquella humedad que le hacía sudar de un modo muy intenso y de la arena, aquella pegajosa arena húmeda que entraba en sus zapatillas. Pero disfrutaba corriendo intensamente. Entonces, cuando ya no podía más, bajaba el ritmo hasta detenerse. Y allí mismo, se desprendía de su ropa y de sus zapatillas y se sumergía en el mar. Era una especie de rito iniciático, un rito para comenzar el día. El agua, fría casi siempre, contraía sus músculos fatigados y le daba una inequivoca sensación de estar vivo. Intensamente vivo.
Luego, al poco rato, salía del mar y se dejaba caer en la arena. Extenuado, pero feliz, resopabla con su cara pegada a la arena. Mientras tanto, los primeros rayos de sol caían sobre su cuerpo. Los primeros bañistas bajaban con sus periódicos a coger una buena ubicación en la playa. Para todos ellos comenzaba un día que él, podía decir que ya había disfrutado. Sonreía, mientras se vestía y se calzaba sus zapatillas.
Y se marchaba.
Fotografía: Sol entre nubes
Autor: Landahlauts
Mmmm qué ganas de sentir el sol en el cuerpo. Me conformo con que sea en la cara, regalo de días que vienen esta semana, tras las lluvias.
ResponderEliminarMuy inspirado, Landah!
Precioso relato que me deja con un gran sabor de sol que ya se empieza a vislumbrar por aquí.
ResponderEliminarSaludos.
Arwen
Has descrito tan bien un sentimiento tan sencillo como es correr al hilo del mar que dan ganas de bajar ahora mismo a la calle en pantalón y playeras... aunque esté uno en medio de la Meseta.
ResponderEliminarMe ha gustado
Cuando el mar se inocula en tus venas estas perdido, lo se bien ahora que lo tengo más lejos lo busco con todos mis sentidos a diarío y cuando no soporto más su ausencia pongo rumbo a la costa para poder olerlo.
ResponderEliminarGracias por traerlo a mi nuevamente.
Me quedaré por aquí si me lo permites, Un bezo.
Muy inspirado texto, gracias por compartir.
ResponderEliminarBesos
Inspirador relato. Mañana tengo que viajar a una ciudad con mar, pero el frío ya nos recuerda que acá es otoño. Lástima, pero al menos bajaré a la playa.
ResponderEliminarUn abrazo.